Por: Miguel Prieto
Desde los comienzos de la historia de la humanidad, al menos en la cultura occidental, la religión ha estado presente en la sociedad: subordinada e instrumentalizada por el poder como sucedió con la fundación de la iglesia católica en el año 313, bajo el imperio romano de Constantino.
Los fundamentos intelectuales y morales de la iglesia católica, apostólica y romana, sus valores y preceptos, no sólo dominaron durante el fulgor del Imperio Romano, sino que trascendieron la menguada y feudal Edad Media, y acompañaron a la empresa colonizadora europea en América.
Ni con el surgimiento de la modernidad, con el uso de la razón, el progreso de la división social del trabajo y la acumulación de capital, desapareció esta subordinación e instrumentalización de la religión, de allí las reformas protestantes de Martín Lutero como paraguas para la nueva sociedad capitalista.
En América, la iglesia católica -también la protestante- sirvió de placebo para la conquista de los pueblos precolombinos.
Podemos resumir la tragedia y el despojo con la frase de Galeano: «Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: «Cierren los ojos y recen». Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia».
El resto de la historia ya la conocemos y aunque en el siglo XXI sean cuestionados, incluso, los fundamentos del racionalismo burgués y del modernismo, no deja de asombrarnos la influencia de las creencias religiosas.
Margarita Rosa crucificada
En Colombia, declarado Estado laico desde la Constitución de 1991, profesar agnosticismo o ateísmo, o cualquier sistema de creencias distinto al establecido durante la Colonia (más recientemente reforzados por las iglesias evangélicas), se considera un delito/pecado.
A Margarita Rosa de Francisco la acaban de crucificar por cuestionar al Dios occidental, el de una comunidad de creyentes, que no toda Colombia. «Dios inmundo», le ripostó la actriz a una atrevida mujer que la insultó por las redes sociales.
Lo detestable no fue la libre y autodeterminada expresión de Margarita Rosa de Francisco, como las bodegas uribistas quieren hacer creer, sino la conservadora y repulsiva intervención del ex procurador Alejandro Ordoñez en el rifirrafe, quien nunca ha ocultado su radical catolicismo y confunde éste con las responsabilidades de Estado que ha desempeñado.
También lo ha hecho el presidente Iván Duque, con sus públicas imploraciones y oraciones a la virgen María. Aunque un tribunal haya fallado a favor del presidente en agosto pasado para que pueda expresarse libremente, es un desatino que un jefe de Estado, en vez de recurrir a políticas públicas para atender la pandemia, recurra a cadenas de oraciones a la Virgen.
Utilizar las funciones de Estado, o la posición pública de un funcionario de Estado para hacer proselitismo religioso es tan cuestionable como despotricar de quien no profese una religión, como sucedió con Margarita Rosa de Francisco.
Doble moral
Pero política y religión se confunden en Colombia desde la Colonia hasta nuestros días. La doble moral es un deporte para políticos y pastores de oficio.
Recordemos la campaña por el No en 2016, cuando el pastor evangélico de Cartagena, Miguel Arrázola, fiel seguidor de Uribe, fue protagonista de la campaña en la ciudad y en una marcha en abril del mismo año expresó: «Pedir la paz de La Habana es pedir la salvación del infierno».
Lo mismo de Arrázola hicieron varios pastores poderosos de Colombia, como el de la iglesia Misión de las Naciones por la Paz (Cali), Jhon Milton Rodríguez, quien ganó notoriedad por su apoyo al No en el plebiscito de 2016, y hoy es senador por el partido cristiano Colombia Justa y Libre.
Aunque el partido Mira, brazo político de otra poderosa iglesia evangélica, apostó por el Sí del Acuerdo de Paz, hoy es aliado del gobierno de Duque y hace días atrás tuvo que retirar un cuestionado proyecto de ley que buscaba encarcelar a caricaturistas: eso demuestra el talante antidemocrático, fundamentalista e intolerante de los congresistas de Mira.
Lo cierto es que las Iglesias evangélicas han tomado un espacio en la sociedad colombiana y en la política, amparadas en su discurso mesiánico, aunque jamás apoyarían una reforma tributaria que los obligue a pagar impuestos al Estado.
Y es que se amparan en la personería jurídica especial que les otorga el Ministerio del Interior para no declarar impuestos, pero mantienen una relación estrecha con el erario público, como demostró en enero pasado un reportaje de La Liga Contra el Silencio con varios casos de la Costa Caribe: existe una falta de transparencia en los contratos que varias entidades religiosas (católicas y evangélicas), celebraron con las alcaldías de Ciénaga en Magdalena o la de Barranquilla en el Atlántico.
Lo mismo documentó en 2016 La Silla Vacía sobre la trayectoria del hoy senador Jhon Milton Rodríguez: para la fecha del reportaje su iglesia Misión de las Naciones administraba dos Centros de Desarrollo Infantil del ICBF
Este trasegar entre los grupos religiosos, el erario público y la carrera política, es lo que se debe cuestionar hoy, sobre todo por los discursos de doble rasero: dicen defender la vida, pero se oponen vehementemente al derecho de la mujer al aborto, sosteniendo los mismos conceptos sobre la familia y la reproducción adoptados por las iglesias católica y evangélicas sin importar que lo hacen desde el Congreso, institución tan laica como el Estado mismo.
Estos apóstoles de la fe, que siempre coinciden con las posiciones moralinas del Centro Democrático, dicen defender la vida, pero no solo les dan la espalda a los acuerdos, sino que son incapaces de juzgar los 6.402 asesinatos cometidos por la Fuerza Pública durante la Seguridad Democrática de Uribe (2002 y 2008).
El ataque irrespetuoso e intolerante hacia Margarita Rosa de Francisco no solo es a ella como persona con posiciones políticas y apoyo público al Pacto Histórico, sino a todos los sectores del país que se oponen al sistema, al establecimiento, al gobierno Duque (Uribe), incluso sectores cristianos progresistas o alternativos de distintas iglesias.
El sicariato religioso delega su lógica para silenciar a toda la sociedad a través de las redes sociales: el uribismo organiza el sicariato digital de cualquier expresión disidente, distinta, sea religiosa o política.
Ellos se erigen como los defensores de las buenas costumbres, una especie de Santa Inquisición de nuestros tiempos; mientras desconocen un país que por los cuatro costados empuja por cambios profundos por la defensa de la vida, los territorios y la diversidad.